Nos recordaba Victoria Camps en el primer Seminario Ícaro, y recogíamos posteriormente en nuestro Cuaderno de trabajo, que “el concepto de deber prácticamente ha desaparecido del pensamiento ético: el concepto del deber, el concepto de obligación. Y es que cuando se habla de ética se habla de derechos -concepto más bien jurídico- o de valores, que gusta más, porque la idea de valor es más positiva que la idea de deber”.
Ayer mismo aparecía en prensa el juicio al ex primer ministro islandés, Geir Haarde por negligencia en la crisis bancaria de 2008 que llevó a la intervención de los tres principales bancos del país y que desató su propia crisis económica y social en el país isleño.
El argumento que esgrime a favor de su inocencia es que el Gobierno de entonces no tenía forma de saber entonces que los bancos islandeses estaban descapitalizados y que, aunque era evidente que debían reducir su exposición, no era tarea de las autoridades obligarlos a ello.
¿Hasta que punto esto es cierto? ¿Pueden los poderes públicos desentenderse de su deber de velar por el bien común para ajustarse única y exclusivamente a los mínimos requeridos por la Ley? Es decir, dejamos ¿las decisiones políticas fuera de lo marcado por la ley en manos de los valores de las personas que detentan el poder sin desarrollar en nuestros políticos el concepto del deber?
En verdad nos hemos dotado de un sistema liberal en el que el poder político cada vez carece de menos poder de intervención en el financiero, sin embargo el concepto de vocación política asociado a la búsqueda del bien común choca con esta realidad.
Ya hemos afirmado en este Blog que se tiene que retomar el concepto de la política como una auténtica profesión de servicio, profesión según la definición de Max Weber: como una actividad que presta un servicio específico a la sociedad de una forma institucionalizada que debe ser indispensable para la producción y reproducción de la dignidad humana.
Lo que implica que la política actual debe ir más allá de la llamada libertad negativa que es la que prevalece en nuestras sociedades y nos señala la profesora Camps en su libro “Ejemplaridad Pública”. La libertad negativa se entiende como la capacidad que tiene el individuo de escoger la forma de vida que quiera, siempre que respete la de los demás, es decir, siempre que respete la legislación. Sin embargo más allá de estas obligaciones, cada uno es libre de construir y elegir su propia vida según la concepción del bien de cada uno.
El interés propio y el bien común el pensamiento liberal tiene como consecuencia una sociedad atomizada en la que cada individuo persigue lo que quiere y se despreocupa de lo que podríamos denominar el interés común, el bien común, o el interés general… y lo podemos situar en todos los niveles, incluido el nivel político, que es lo que parece que observamos en el caso Islandés, donde su ex presidente parece acogerse a esta faceta específica del liberalismo en nuestros días.
Veremos el veredicto del tribunal especial de Landsdomur que curiosamente, pese a haber sido fundado en 1905 para juzgar a miembros del Gobierno, no se había usado hasta el momento.