Un artículo de Jose Luis Villacorta .
Es obligado volver a leer a Platón. Lo que nos ocurre hoy está expuesto hace veinticinco siglos. En su obra La República expone una tesis de moda en la Atenas del s. IV: la justicia es un supuesto puramente convencional, que no resulta positivo practicar, porque atrae la infelicidad sobre su defensor y le presenta como estúpido ante su propia sociedad. Evidentemente, él reflexiona contra esta peligrosa opinión.
En el libro segundo expone la historia de Gigas. Este pastor había descubierto un anillo que le hacía invisible. Gracias a él, podía entrar en la casa del rey, eliminarle y apoderarse de todos sus bienes, sin dejar pruebas que pudieran acusarle. Este anillo mágico se convierte desde entonces en la metáfora más apetecible de todos aquellos que aspiran a conquistar el poder. Este talismán es el instrumento que muchos podrían usar a discreción, ya que muchos actuarían de la misma manera, si un día lo tuvieran en sus manos, porque pueden, “dándole vuelta al engaste hacia afuera, hacerse invisibles”. Si el justo no hiciera algo tan simple, “sería considerado por los que lo vieran como el hombre más desdichado y tonto, aunque lo elogiaran en público, engañándose así mutuamente por temor a padecer injusticia”. Este es el ambiente que se puede comprobar en la Atenas del s. IV.
Frente a esta posición, defendida habitualmente por los sofistas, Sócrates mantiene la tesis contraria, que Platón va a defender a lo largo de La República. Desde entonces el pastor de la leyenda ha tenido seguidores y defensores (y, por supuesto, críticos) a lo largo de la historia europea.
La posibilidad de hacerse invisible, es decir, impune, es un sueño acariciado por una nutrida muchedumbre que atraviesa todas las épocas, aunque otra parte, no pequeña, escoja la ética política.
Planteada así la cuestión, queda sobre la mesa la proposición a rebatir de que nadie es justo e íntegro voluntariamente, sino sólo porque no le queda más remedio: por miedo al guardián, por timidez o pusilanimidad. Una parte de la sociedad sólo practicaría el bien, cuando no puede hacer impunemente el mal.
Desde entonces, de Maquiavelo a Hobbes, desde Rousseau a Freud, los europeos tenemos que enfrentarnos ante el desafío del anillo mágico. Sus defensores reeditan esta leyenda y su punto de apoyo más firme es el así llamado realismo político frente a la ingenuidad (¿?) o la simple estupidez (¿?) de sus detractores.
Las consecuencias de esta desconfianza de la ética, practicada por los corruptos de todas las épocas, al ser degradada como discurso meramente teórico o ensoñación enfermiza, las estamos pagando en nuestros días.
El mismo Platón, esta vez en el Protágoras, propone la ciencia política como un don de Zeus a la raza humana, porque sin ella estaría condenada a su desaparición. Por eso, manda a Hermes que “traiga a los hombres el sentido moral y la justicia, para que haya orden en las ciudades”. La moral y la justicia deben ser practicadas por todos, no por una élite, como la medicina. Y la última orden es rotunda y sin matices: “Impón una ley de mi parte: que al incapaz de participar del honor y de la justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad”.
Los griegos creían que el fuego de la inteligencia era suficiente para que el ser humano entrase en la historia, dotado de la política. La democracia sería posible, si los humanos constituían sus relaciones sociales sobre la base del honor y la justicia. Cuando esto se realice, habrá nacido el ciudadano. Es decir, el saber se prolonga en el saber hacer. La ciudad humana se funda sobre las técnicas, evidentemente, pero las técnicas se desarrollarán al servicio de la Ciencia (episteme). Posteriormente, se impondrán en Europa otras filosofías (incluso teologías) políticas con la intención de fundamentar la convivencia sobre otras bases, desarrollo que no tiene espacio en este pequeño artículo.
Pero esta filosofía griega es uno de los elementos configuradores de la identidad europea. Cuando Europa da la espalda a estos fundamentos, se apodera de ella la barbarie y la barbarie se alimenta de destrucciones. Asistimos hoy, entre indignados y asustados, a las destrucciones del tejido social, laboral, científico, técnico y moral.
Edgar Morin no se cansa de citar a Hölderlin:”Donde crece el peligro, también crece aquello que salva”.
Como ciudadanos estamos desconcertados, porque se han dinamitado los fundamentos que nos dieron el ser. ¿Es posible recuperar los fundamentos de nuestra sociedad? SÍ. Y, para conseguirlo, es necesario que cuanto antes destruyamos el anillo, cuya magia alimenta la impunidad.